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Opinión: Vial es amor

  • Luis Pereira Valdebenito (historiaurinegra)
  • 3 feb 2017
  • 9 Min. de lectura

FOTO: FERNANDO LAGOS - RAZA INMORTAL

Cuando nos pidieron que hiciésemos una columna semanal para la página, sinceramente no tenía idea de lo que iba a escribir. En Octava Pasión nos pidieron que fuésemos la voz de los hinchas de nuestros respectivos clubes, de ahí el nombre del espacio, y si bien no soy un hombre de letras, esto de querer contarle al mundo del porque soy vialino tiró más fuerte.


La voz de los hinchas de Arturo Fernández Vial está profundamente marcada por lo vivencial, por anécdotas, historias y mitos, los cuales he querido recoger en relatos simples y amenos, en los cuales cada uno de nosotros nos veamos reflejados, a fin de que sean preservados para las próximas generaciones.


La pregunta habitual cuando conoces a un nuevo vialino, es cómo te hiciste hincha del Club, la respuesta más común es porque tu viejo, tu abuelo o un tío te llevó a la cancha a ver al quipo, de ahí se desprenden un sinnúmero de relatos, todos dignos de un guion de película o de una obra de teatro. La historia que a continuación leerán, y que se me ha permitido mostrarles, es la de como un hombre se hizo vialino, de cómo se da inicio a esta pasión, de cómo se da inicio a este amor.


AMOR


El otro día, compartiendo con unos amigos, uno me preguntó por qué era Vialino y solo atiné a decirle que por amor, un amor que no es preciso explicar o entender, un amor que solo se debe vivir y sentir, porque es inútil tratar de explicarlo.


Con nueve años uno ya tenía la película de la vida más o menos clara, más aun si te tocó crecer en una época en que las balas y los milicos en las calles eran cosas del día a día y decir lo que uno pensaba era complejo, y muchas veces motivo de muerte, por eso para mí desde niño las acciones, los actos concretos siempre han tenido mucho más valor que las palabras.


Viví en una casa pobre, sin lujos ni grandes comodidades. Crecí junto a mi madre, una mujer alucinante, bella, esforzada, pero por sobre todo luchadora; y su pareja; un hombre sencillo, atento, algo huraño, pero que sin quererlo una soleada tarde de mayo estaría junto a mi cuando aprendí uno de los sentimientos más importantes para la vida de un ser humano: cuando aprendí lo que es el amor. A mi padre biológico lo vi un par de veces, le tenía un poco de bronca por haberse ido así de fácil y no habérsela jugado por nosotros, hoy esa bronca se ha ido, sin embargo, florece de vez en cuando, un domingo por la tarde.


De niño tuve pocos amigos, me gustaba andar solo, descubrir cosas, guardarle secretos a la naturaleza, ir al cerro por el solo deleite de apartarme de la civilización y buscar un micro mundo solo para mí, sin embargo, lo ermitaño me estaba pasando la cuenta, el apartarme de todo no me hacía bien; para mí fortuna esa actitud duró solo un tiempo, aunque a veces vuelvo a precisar la libertad de la soledad y me arranco a donde sea.


Ese año conocí a un chico que era todo lo contrario a mí, lo tenía todo, era un cabro mimado, un hijo de mamá, tenía un buen pasar y ropa de marca. Su padre era el jefe del taller en donde trabajaba mi padrastro, la primera vez que nos vimos fue en el taller de su viejo, esa tarde había ido a buscar a Juan al trabajo para darle una sorpresa a mi vieja.


-Hazte amigo del Feña, le dijo su papá, él te enseñara cosas valiosas de la vida- mientras nos saludábamos, me quede pegado mirando las minas de los afiches de la ‘Bomba 4’ que tapizaban el taller, entre tanta mujer guapa y desabrigada, había un calendario que desentonaba con el singular papel tapiz, era uno amarillo con negro en el cual rezaban dos palabras: ¡¡¡YA VIAL!!!, y detrás 11 jugadores con camisetas aurinegras, bajo el año 1985; dos cosas me llamaron la profundamente la atención de ese lunar en la pared; el hecho del lugar central en el que estaba el calendario y por ello su importancia y lo lleno de las graderías del estadio tras los jugadores.


- ¿Te gusta el futbol, Fernando?, me preguntó el Pedro, con su voz mi niño mimado.

- Cómo a todos, creo – no quise quedar mal o parecer un hueón, hasta ese entonces lo había visto un par de veces por la tele y en el barrio; pero el futbol siempre fue un tema especial para mí, veía el fanatismo heredado de mis compañeros de curso, ese sentido de pertenencia y legado por el equipo que sus viejos les entregaron y verme ahí sin ese sentimiento, sumaba para el autoexilio que hasta ese entonces practicaba, los que saben de lo que hablo, me entenderán.


- "A mi papa le gusta el Vial, aquí en el taller son todos vialinos", replicó luego de hacer el globo con el chicle.


Hasta ese entonces Juan jamás me había contado algo del Vial, no recuerdo que me haya invitado al estadio, o verlo con la camiseta, nuestra relación nunca había sido mala pero sí distante.


- Este fin de semana juegan el clásico con el Conce, mi papa me quiere llevar yo no estoy ni ahí…al instante y sin pensarlo, pues recién nos estábamos conociendo y a riesgo de parecer un patudo, antes que terminara de hablar se la tiré.


- ¿Y los podría acompañar para conocer el estadio?, yo nunca he ido


- Le iré a decir a mi viejo y te cuento espérame aquí. Hasta el día de hoy no sé por qué le pregunte, sin pensarlo solo actué, la sensación de espera ese día, se hizo eterna…hasta que por fin llegó.


- Me dijo que sí pero que tenías que ir con tu papá.


Antes que me armara de valor para decirle a Juan que me llevara ese día, bajo un Nissan azul, me gritó: “Dale Feña, yo te llevo”.


- Buenísimo Feña, ya verás lo mejor del estadio son las sopaipillas no te arrepentirás- replicó el Pedro-, antes que se fuera nuevamente corriendo a la oficina de su viejo a contarle la buena noticia.


Esa semana en la escuela, compañeros de mi curso comentaban lo que se venía el domingo, las alineaciones tentativas, lo trascendental del juego, yo sin quererlo empecé a tomar puesto en las discusiones abogando por mi nuevo equipo, por alguna extraña razón ya me consideraba un Vialino más. Pasó el jueves, el viernes y ya el sábado no podía más con la espera, era como si el corazón me preparara para lo que iba a vivir esa trascendental jornada.


Ese día amaneció soleado. Fuimos a Collao después de almuerzo, mi vieja nos preparó un sándwich con el poco de pollo que sobró del almuerzo, al llegar cerca del primer regimiento percibí lo que iba a ser la atmósfera de esa tarde, gente con camisetas lilas y otras con la amarillo y negro del Vial, vendedores de cintillos, bufandas, gorros por todos lados, nos detuvimos en uno de los puestos, Juan sacó 100 pesos y me compró un banderín: “YA VIAL”, rezaba en grande.


Como era mi primera vez no llevaba nada del Vial, había ido con mis pilchas domingueras pero nada que me identificara con el equipo, por lo que ese banderín me hizo parte de un todo, ya no era un patipelado, ahora era un Vialino de tomo y lomo. Pagamos la entrada y al ratito nos juntamos con el Pedro y su viejo, ese día su papa saludó a Juan como uno más, como un par, ya no como el jefe sino como un compañero, un amigo; fui el único que reparó en ese detalle y hoy al recordar todo esto, me hace sentido de lo que es ser del Vial.


Subir las escaleras de Collao y encontrarme con el verde de la cancha fue algo mágico, no lo olvidaré nunca -sentir ese sol abrazador dándote justo en la cara es parte del rigor de ser vialino - me dijo Juan, mientras se hacía visera con la mano para mirar al frente como cuando uno ve a su presa.


La bandeja de Tegualda se empezaba a llenar de a poco y los gritos de lado a lado entre las hinchadas amenizaron la espera, cuando empezó el partido éramos miles los Vialinos, del otro lado eran claramente menos, todos saltando al unísono, gritando, parecía que un temblor como el del 85´ que se venía bajo nuestros pies, el Pedro por su parte ni se inmutaba con el espectáculo, a él solo le importaba su sopaipilla.


Juan se sobó las manos y persignándose se sentó nervioso, pronunciando tres palabras que jamás he podido olvidar y que cada domingo, sin querer, las repito como una cábala improvisada: “A sufrir mierda”.


Debo admitirlo fue una tarde de aquellas, ver familias enteras saltando, gritando, algunos bebiéndose un vinito, fumándose nerviosos un cigarrillo, me maravilló ver a tantos en la misma.


Del partido me acuerdo que estuvo trabado, el primer tiempo terminó 0-0. Todos comentaban lo bien que se veía el equipo con los cambios, yo solo me dedique a escuchar mientras me comía el pan que nos había mandado mi mama, cuando volvimos a nuestros puestos, el Pedro me dijo -te apuesto una sopaipilla que el Vial pierde, lo único que tenía en mis bolsillos eran 10 pesos, pero me arriesgue y le aposté, me daba lo mismo la sopaipilla yo quería que Vial ganara.


El segundo tiempo estuvo aún más paliado, dos expulsados, uno por cada equipo, si corrió sangre fue poco, la cosa seguía sin goles, el empate parecía sentenciado, hasta ese maravilloso momento en el minuto 42, cuando desde las gradas bajo el grito: “¡Vamos los Vialers, mierda!”. Toda la bandeja empezó a corea: “¡El Vial, unido, jamás será vencido” . No lo podía creer; todos a coro con el mismo grito de las protestas de ese año, con los pacos ahí mismo, sin pensarlo me sumé a la voz de todos, era una fiesta.


No pasaron ni 30 segundos cuando Marchant saca un centro de derecha y de palomita Rodrigo Santander la empalma con el temporal izquierdo y la pelota se pierde en el segundo palo: ¡golazo! Fue un estallido ensordecedor, las challas caían por montones, el vino volaba por todas partes, el grito “¡el Vial, el Vial!” era lo único que se escuchaba en el estadio, entre tanta algarabía me quedó grabado para siempre la frase de un caballero “cada gol del Vial es una venganza del pueblo”, el papá del Pedro me dijo: “buena Feña, fuiste la cábala, pal otro de local te compro tres Sopaipillas”.


Pitazo final y el abrazo de Juan casi me quiebra una costilla, sin quererlo estaba viviendo lo que muchos de mi edad ya habían vivido hace tiempo. Debo reconocerlo, me emocionó hasta anudar la garganta.


Cuando salimos del estadio los pacos nos empezaron a tratar mal, a unos caballeros los tomaron detenidos, pero no se los pudieron llevar. La gente ayudó al tiro y los pudieron salvar. “Éramos más que ellos” decían algunos: “Vamos a darles”.


“¡El Vial, unido, jamás será vencido”; esta vez se escuchó con más fuerza, Juan me tomó el brazo y me dijo: “Feña hay que correr, cuando el Vial gana, a los pacos no les gusta. Cuando el Vial gana, el pueblo tiene alegrías y eso no está permitido. Así que vamos, veloz como un rayo, tenemos que correr o tu mama no te dará más permiso para venir al estadio".


Corrimos como tres cuadras, en dirección a Plaza Acevedo, nos cruzamos con varios del Conce, a ellos parece que también les tocó, cuando de repente veo a mi padre biológico que venía en dirección contraria a la nuestra, traía en brazos a un chiquito como de 4 años, los dos venían con su camisetas lilas. Mi instinto fue inmediatamente ir a saludarlo, pero cuando me reconoció a unos ocho metros, apuró el paso, dio vuelta la cara y sin mirarme se alejó, dejándome ahí votado un vez más, quise correr y golpearlo pero me quede ahí parado sin poder hacer nada, por segunda vez en la vida el sentimiento de sentirme abandonado inundaba mi cabeza.


Que hace un pendejo de nueve años frente a eso, lo único que atine fue a tomar mi banderín, secarme las lágrimas, apretarlo bien entre mis débiles puños y juramentarme que desde ese día seria vialino para siempre. Juan solo atinó a abrazarme y decirme “llora cabro sácalo afuera. Acuérdate, mañana nos reiremos de todo esto”.


Nunca hasta ese día me había sentido así, parte de algo más grande que mi propia persona, porque con el Vial esa tarde descubrí que no terminé en sí mismo, en estos colores encontré amigos, hermanos, y esa familia que tanto añoré. En un banderín de dos colores empapé las últimas lágrimas derramadas por mi viejo; ese día de mayo supe lo que era el amor; pues para mí el amor es esto, sentirse feliz, aún en los peores momentos de la vida.


Esa tarde, derrumbado, desilusionado y triste a más no poder, tenía una tremenda alegría en mi interior, la dicha enorme de haberle ganado al equipo de mi viejo, al equipo del que me había abandonado, alegría de no llevar puesta esa camiseta, alegría de haber mojado los colores como se debe, con sudor y lágrimas, ese día supe que la dicha y el placer de ser del vial marcaria mi historia para siempre.


Dedicado a Feñita, el niño que inspiró esta historia


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